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Cuando el Presidente se permite reinterpretar el terrorismo de su propio grupo armado, el mensaje que deja es devastador.
Por María Clara Posada Caicedo - @MaclaPosada
Desde los tiempos de la Unión Soviética quedó grabada, como una de las prácticas más eficaces de quienes buscan manipular la memoria colectiva, la edición de la historia para acomodarla a sesgos ideológicos. Bajo el mando de Stalin, las fotografías oficiales que recogían rostros incómodos -rivales políticos o antiguos camaradas caídos en desgracia- fueron retocadas o borradas. Molotov, Trotsky, Kámenev, Zinóviev o Bujarin desaparecieron uno a uno de los retratos que alguna vez compartieron con el dictador. Esas limpiezas visuales servían para reescribir la narrativa del poder. Solo quedaba en pie el líder y su versión de los hechos. El aerógrafo se convirtió en el arma más silenciosa de la censura.
En Colombia no se necesitaron aerógrafos. Bastó con omitir, distorsionar y adoctrinar. Bastó con la tentación de reacomodar la historia según las conveniencias políticas del momento. Y eso es exactamente lo que hemos visto esta semana con Gustavo Petro, durante la conmemoración de los cuarenta años del holocausto del Palacio de Justicia.
Desde el atril presidencial intenta lavar el rostro del grupo armado al que perteneció, el M-19, minimizando su responsabilidad y desplazando las culpas hacia otros actores, como si la barbarie pudiera compartirse hasta diluirla.
Sus palabras lo delatan. Afirmó que jamás dijo que la toma del Palacio de Justicia fuera una genialidad del M-19 y aseguró que ningún magistrado fue asesinado por ese grupo insurgente. Pero esas frases, difundidas en sus redes sociales y repetidas en entrevistas, no corrigen nada, al contrario, profundizan la herida. Los hechos son testarudos y las víctimas existen, duelen y claman por respeto.
*Para los familiares de los magistrados asesinados o desaparecidos, como Carlos Medellín, Yesid Reyes o Manuel Gaona, escuchar al presidente minimizar la responsabilidad del M-19 equivale a una nueva profanación de la memoria. Ellos no necesitan disertaciones académicas ni matices retóricos. Necesitan que el Estado, al que hoy pertenece un exguerrillero, reconozca con claridad que el grupo en el que militó cometió crímenes atroces. Y que ondear las banderas del M-19 desde tarimas oficiales no es un gesto de reconciliación, sino de arrogancia frente al dolor.
Desde la lógica política, es comprensible lo que el petrismo intenta hacer: Busca el renacimiento simbólico del M-19, su purificación histórica, su ingreso glorioso al panteón de los libertadores, su resurgimiento en la figura de otra Heredera, María José Pizarro. Por eso sus seguidores agitan esas banderas con orgullo, sin pensar en lo que sienten los familiares de los secuestrados, los torturados o los asesinados por ese grupo. Es el viejo truco de la izquierda revolucionaria consistente en resignificar el pasado, invertir los papeles entre víctimas y victimarios, borrar lo que incomoda. Como en las fotografías de Stalin, pero ahora con palabras.
Este no es un debate historiográfico, sino ante una manipulación del dolor. Cuando el Presidente se permite reinterpretar el terrorismo de su propio grupo armado, el mensaje que deja es devastador. Enseña que la violencia puede blanquearse y que la verdad puede moldearse al gusto del relato político.
No podemos permitir que la memoria se convierta en territorio de propaganda, ni que el relato de un hecho tan doloroso se reescriba para lavar culpas y legitimar símbolos.
Durante cuarenta años no hubo verdad, justicia, ni reparación. Pero hoy es inaceptable ser cómplices de la mentira, olvido y revictimización. Porque la verdad, aunque incomode, es lo único que dignifica a las víctimas y la mentira, pronunciada desde el poder, se convierte en la forma más peligrosa de violencia contra la memoria.