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Por Fanny Wancier Karfinkiel - fannywancier7@gmail.com
El odio y la agresividad no son lo mismo, aunque se relacionan. El primero es un sentimiento profundo y persistente de aversión, mientras que la agresividad es una fuerza vital innata que carece de odio y, si se expresa adecuadamente, nos empuja a afrontar las dificultades. El odio surge más tarde, se dirige a un declarado o supuesto enemigo y, de acuerdo a su durabilidad, desemboca en problemas de salud física, mental y emocional con consecuencias dañinas para quienes lo padecen y sus destinatarios.
Cuando la agresividad no encuentra un medio favorable para expresarse debido a un entorno con privaciones, incomprensión o falta de afecto, determinantes para la identidad y la autoestima, los niños no aprenden a defenderse adecuadamente y reaccionan con una necesidad de ejercer el poder sometiéndose o sometiendo al otro, abusando, acosando, o con conductas que evidencian una dudosa moralidad reflejada en la incapacidad de sentir empatía, comportamientos destructivos, ausencia de culpa y responsabilidad, mentiras, robo, crueldad y perversiones. El impulso conocido como Thanatos, término griego que significa “muerte”, es un concepto opuesto a Eros o impulso de “vida”, que utilizó Sigmund Freud para describir una tendencia inconsciente de aniquilación de la agitación o desasosiego interior que se manifiesta en conductas nocivas hacia uno mismo y los demás.
En relación al secuestro, industria criminal que priva de la libertad produciendo extremo dolor en la víctima y sus familias, se puede afirmar que tanto los perpetradores (delincuentes indirectos responsables del delito) como los terceros (inducidos a llevarlo a cabo), padecen de una manera u otra de las manifestaciones de quienes crecieron en un entorno donde no aprendieron a utilizar la fuerza vital de la agresividad (Eros), imponiéndose en el escenario familiar el odio consciente o inconsciente como fuerza de sumisión, dominio o incitación a comportamientos destructivos contrarios a la vida y al orden social (Thanatos).
Para justificar el impulso destructivo, el secuestrador se vincula con las ideologías como herramientas políticas y revolucionarias de coerción e imposición de una agenda, o para desafiar la autoridad del Estado. Igualmente, para controlar a la población donde las instituciones son débiles, como medio de financiación de acciones políticas y militares, o para ejecutar al enemigo e intercambiar rehenes. Estas prácticas lejos de percibirse como perversas, son interpretadas como formas de lucha.
Así mismo, el secuestro pasa por el “se lo merece”, cuando se vincula a motivaciones económicas por la necesidad de lucro o venganza. De cualquier manera, la deshumanización de los secuestrados los convierte en valores de cambio a la vez que, negando la responsabilidad, el robo y la crueldad, los perpetradores evidencian el odio, la degradación de sí mismos, su necesidad autodestructiva destruyendo al otro, y la de producir un clima de miedo e inseguridad que erosiona la confianza en las instituciones.
Nada puede justificar este crimen de lesa humanidad donde la deshumanización y el delito son aceptados en nombre de la ideología, donde los responsables son el desecho de una humanidad cobijada bajo las sombras.