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Por María Clara Posada Caicedo - @MaclaPosada
Una de las operaciones más eficaces del poder no consiste en reprimir hechos, sino en rebautizarlos. Cambiar el nombre de las cosas es, muchas veces, más útil que cambiar la realidad. La izquierda contemporánea ha hecho de esta práctica una técnica sistemática: alterar el significado de las palabras para camuflar errores, ocultar intereses, disimular fracasos y blindar prejuicios ideológicos frente a la evidencia.
Jean-François Revel, en “El conocimiento inútil”, describió con precisión este fenómeno. Vivimos en sociedades saturadas de información, pero esa abundancia no impide que persistan mitos ideológicos evidentes. No es ignorancia lo que explica la ceguera, sino una decisión moral e intelectual: ver sin aceptar, saber sin reconocer. El lenguaje cumple allí un papel central.
Cuando la realidad contradice la ideología, se ajusta el vocabulario, no las ideas. George Orwell lo entendió antes que nadie. En “1984”, la neolengua no es un simple recurso retórico, sino un instrumento de dominación. Al reducir y distorsionar el lenguaje, el poder limita la capacidad de pensar. No se trata solo de mentir, sino de hacer imposible nombrar la verdad. En “Rebelión en la granja”, la manipulación semántica acompaña la traición política: los mandamientos no desaparecen, se reescriben. La injusticia no se impone de golpe sino que se va volviendo aceptable palabra por palabra. Raymond Aron, en “El opio de los intelectuales”, mostró cómo buena parte de la izquierda occidental convirtió categorías políticas en dogmas religiosos. Revolución, pueblo, justicia social, emancipación... términos cargados de nobleza moral que funcionan como salvoconductos. Bajo esas palabras, cualquier evidencia incómoda puede ser relativizada y cualquier abuso justificado. El lenguaje deja de describir la realidad y pasa a absolverla de antemano.
Ese mecanismo no pertenece al pasado ni a los manuales del totalitarismo clásico. Está plenamente vigente. En Colombia lo vemos con nitidez. La llamada “Paz total” no es una política de paz en el sentido clásico del término, sino un entramado de concesiones, suspensiones punitivas y beneficios jurídicos que, en la práctica, reducen el costo del crimen organizado. El eufemismo permite presentar la impunidad como reconciliación y la debilidad del Estado como virtud moral. Algo similar ocurre cuando se habla de “plantas ancestrales” para evitar nombrar la base para el narcotráfico. La coca deja de ser materia prima de economías criminales y se convierte, por arte lingüístico, en símbolo cultural. El problema no es el reconocimiento de tradiciones indígenas, sino la instrumentalización de ese discurso para encubrir cadenas ilegales, rentas armadas y violencias concretas. Cambiar el nombre no cambia el daño, pero sí diluye responsabilidades.
También se habla de “disidencias” para disfrazar a los mismos guerrilleros de siempre, de “Economía popular” para eludir el debate sobre informalidad estructural, de “transición productiva” para esconder improvisación económica, de “estallido social” para evitar condenar el vandalismo, de “guardia indígena” para justificar el no monopolio de las armas por el Estado, de “democratizar” instituciones cuando en realidad se busca capturarlas políticamente, e incluso, de “acompasar el clítoris con el cerebro” para no tener que reconocerse un viejo verde. Cada eufemismo cumple una función: anestesiar el juicio crítico.
Revel advertía que el conocimiento se vuelve inútil cuando la ideología decide de antemano qué hechos son aceptables. El lenguaje, entonces, deja de ser una herramienta de comprensión y se transforma en un mecanismo de defensa. No se discute para entender, sino para proteger una identidad política. Quien cuestiona el término es acusado de atacar la causa; quien nombra la realidad es señalado de reaccionario.
El eufemismo no es un detalle semántico. Es una forma de poder. Allí donde las palabras pierden su sentido, la democracia pierde su capacidad de deliberar. Defender el significado de las palabras no es un ejercicio académico ni una manía conservadora. Es, en cambio, una condición mínima para que la política vuelva a estar sometida a la verdad y no al revés, pues todo se nombra con palabras bonitas, lo feo deja de verse, pero no deja de existir.