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“Sin seguridad en los territorios, ¿cómo van a hacer sustitución?”: Ana María Rueda, experta en políticas de drogas de la FIP

La experta cuestiona que la Dirección de Sustitución no pueda ingresar a regiones como el Cauca y sostiene que la ausencia de presencia estatal limita la implementación de la política de drogas.

  • Rueda advierte que la falta de articulación entre seguridad y sustitución repite los errores del pasado y deja sin respaldo los programas actuales. FOTO: JULIO HERRERA.
    Rueda advierte que la falta de articulación entre seguridad y sustitución repite los errores del pasado y deja sin respaldo los programas actuales. FOTO: JULIO HERRERA.
hace 5 horas
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La reciente declaración del expresidente estadounidense Donald Trump, quien calificó al presidente Gustavo Petro como “líder narco” y ordenó suspender la ayuda de Estados Unidos a Colombia, reavivó el debate sobre la política de drogas y los cultivos ilícitos en el país.

Las tensiones diplomáticas se suman a un panorama interno marcado por el aumento de las siembras de coca, la ausencia de resultados en materia de sustitución y las críticas a la falta de una estrategia integral.

En medio de ese contexto, Ana María Rueda, coordinadora de análisis de política de drogas en la Fundación Ideas para la Paz (FIP), analiza el balance del actual gobierno. Rueda advierte que, aunque el discurso oficial reconoce el fracaso de la guerra contra las drogas, la implementación de una nueva política ha sido lenta y sin resultados tangibles.

¿Cuál es su balance sobre las políticas de lucha contra las drogas y cultivos ilícitos de este gobierno? Acabamos de pasar por la descertificación, algo que no ocurría hace mucho.

“La política de drogas es mucho más amplia que el tema de los cultivos, aunque este sea el que más atención recibe en los medios. Hay muchos otros aspectos dentro de la política de drogas —como el consumo, el microtráfico o la vinculación de comunidades indígenas— que suelen quedar relegados, a pesar de estar contemplados en el documento de política pública.

La política de drogas del presidente Petro tiene un planteamiento interesante, porque reconoce que la fórmula que venimos aplicando hace décadas para reducir los cultivos ilícitos no ha funcionado.

Esa fórmula combina dos componentes esenciales: erradicación —en todas sus modalidades— y sustitución de cultivos. A veces, en contextos de conflicto, se incluye también la seguridad. Cada gobierno ha aplicado esos componentes con mayor o menor intensidad, pero los resultados siempre han sido cuestionables.

Petro parte de esa premisa —el fracaso de la guerra contra las drogas— y plantea una relación más cercana con las familias campesinas e indígenas que cultivan coca. Y aunque eso ya estaba en el Acuerdo de Paz, es novedoso que un presidente lo diga tan abiertamente, sobre todo después del fracaso del propio acuerdo en materia de cultivos.

Ahora bien, el contexto actual es complejo. La relación entre las comunidades y el Estado está muy deteriorada, así que un presidente que llegara ‘con los taches puestos’, a fumigar o imponer, tampoco habría logrado nada.

Petro plantea reducir al mínimo la erradicación y priorizar el desarrollo rural o la transformación territorial. Pero el problema es que se tomaron casi tres años en definir cómo hacerlo, y los avances apenas se están viendo ahora. Por lo tanto, no habrá resultados significativos en desarrollo rural durante este gobierno. No hubo erradicación, y, en consecuencia, lo previsible es un aumento de los cultivos ilícitos”.

Para hablar de política de drogas también hay que hablar de paz. El conflicto armado está estrechamente vinculado con el problema del narcotráfico.

“Petro lo planteó en sus discursos: una relación entre cultivos y seguridad dentro del marco de la ‘paz total’. Pero cuando uno revisa la política pública, esa relación no está desarrollada. Lo lógico sería que existiera una estrategia de seguridad articulada con la reducción de cultivos, pero en los tres años de gobierno eso no se vio.

Lo que se entendía era que, en el marco de las negociaciones con los grupos armados, habría compromisos para acompañar procesos de sustitución, como ocurrió con el Acuerdo de Paz y las FARC. Sin embargo, nunca se conoció una estrategia concreta. La sustitución empezó muy tarde, la erradicación se suspendió y no hay una política de seguridad que respalde esas decisiones.

Además, el escenario actual es distinto al del Acuerdo de Paz. En ese entonces las FARC estaban desmovilizándose, había acceso a los territorios y el conflicto se redujo temporalmente.

Hoy tenemos nuevamente guerra, enfrentamientos, falta de acceso y zonas controladas por grupos armados. Por ejemplo, la Dirección de Sustitución no puede entrar al Cauca. Entonces, ¿cómo van a hacer sustitución sin seguridad?

Aunque se ha hablado mucho de sustitución, también está presente en el discurso el tema de la reducción de daños y el reconocimiento de la hoja de coca, pero sin un plan claro.

“Exacto. En materia de reducción de daños sí ha habido algunos avances, pero el punto de la regulación de la hoja de coca —para permitir su uso legal— no prosperó. El Ministerio de Justicia tenía listo un decreto para reglamentarlo, algo que no dependía del Congreso, pero nunca se publicó. Tampoco avanzó la regulación de la marihuana, que uno pensaría sería coherente con el discurso del gobierno. El proyecto se presentó tres veces al Congreso y, aunque no hubo oposición, tampoco hubo apoyo ni gestión política.”

¿Por qué sería importante legalizar la hoja de coca? ¿Cómo podría eso ayudar a reducir los problemas asociados a la cocaína?

“En mi opinión, legalizar la hoja de coca no necesariamente reduce la producción de cocaína. No sabemos qué efectos económicos tendría, porque nunca se ha probado. Aun si se legalizara en Colombia, seguiría siendo ilegal en casi todo el mundo, así que solo podría comercializarse internamente.

Probablemente terminaría siendo un producto más, como la quinoa o los arándanos, con cierto potencial en nichos ecológicos o de bienestar, pero sin generar riqueza significativa.

¿Por qué entonces legalizarla? Primero, porque no hay una razón válida para no hacerlo: si la hoja tiene usos legítimos, ¿por qué no explorarlos?

Y segundo, porque sería un gesto político y simbólico muy importante. Durante décadas el Estado ha tratado a las comunidades campesinas y étnicas productoras como enemigas. Legalizar la hoja sería un reconocimiento de que los campesinos no son los responsables principales del narcotráfico, sino víctimas de la falta de desarrollo y de políticas ineficaces.

También reivindicaría el uso ancestral de la hoja de coca, como ya lo hizo Bolivia en la Comisión de Estupefacientes de la ONU. Colombia nunca dio esa pelea, y creo que es una deuda pendiente.”

¿Por eso hay un choque entre las políticas colombianas y estadounidenses?

“Exactamente. Si el gobierno está preocupado por la certificación, no se atreve a legalizar la hoja de coca, porque para Estados Unidos eso sería un paso hacia la legalización de la cocaína. Así que, en el contexto actual, sería casi imposible. Pero durante el primer año de gobierno sí era una oportunidad, y se desaprovechó.”

Volviendo al tema de reducción de daños, también hay quienes plantean que no debería limitarse al consumo, sino incluir los daños que genera toda la cadena del narcotráfico.

“Es cierto. Hay dos enfoques: uno más clásico, que se centra en el consumo, y otro más amplio, que busca reducir los daños sociales derivados de la política de drogas. En Colombia, la política de Petro adopta principalmente el primer enfoque, enfocado en consumo.

Se trata de reconocer que algunas personas son usuarias y no van a dejar de serlo, y ofrecerles condiciones más seguras: por ejemplo, espacios supervisados para el consumo de heroína o pipas de vidrio para reducir daños pulmonares en el caso del basuco.

También implica garantizar acceso a servicios sociales: vivienda, alimentación, salud. La idea es mejorar la calidad de vida de las personas consumidoras, no necesariamente obligarlas a dejar la droga. Colombia, de hecho, ha tenido avances en esto —fuimos pioneros en América Latina con la dosis personal—, pero seguimos rezagados en la atención a las poblaciones más vulnerables.”

Volviendo a la sustitución, mencionaba que no hay una estrategia clara. ¿A qué se refiere exactamente?

“Que hay programas, pero no estrategia. Una estrategia implica planificación: definir cuántos municipios vas a atender, con qué recursos, en qué tiempos y con qué metas. Eso no existe. El nuevo programa, Renacer, tiene componentes parecidos al antiguo PNIS —como los pagos a familias, proyectos productivos—, pero sin una hoja de ruta clara.

Cada semana se anuncian nuevos municipios vinculados, casi siempre por acuerdos con la ‘paz total’, y así terminarán con compromisos imposibles de cumplir antes del cambio de gobierno. Eso ya lo vivimos con el PNIS, y temo que se repita la historia.”

Queda un año de gobierno y no se sabe qué vendrá después. ¿Cuál debería ser la prioridad de cara al futuro?

“Primero, entender que la certificación es una decisión política. Si el próximo gobierno tiene buena relación con Estados Unidos, será más fácil evitar la descertificación, siempre que haya metas claras. Lo que no hubo con Petro fue justamente eso: metas. Solo al final habló de erradicar 30.000 hectáreas, algo simbólico.

El próximo gobierno debe comprometerse con resultados verificables, pero sin perder de vista la realidad nacional. Necesitamos una estrategia integral que combine seguridad y desarrollo, que priorice territorios según sus condiciones y capacidades, y que trabaje con las comunidades, no contra ellas.

No se trata de erradicar la coca de un día para otro, sino de impulsar transformaciones territoriales sostenibles. La coca es un síntoma de la falta de desarrollo, y solo se reducirá en la medida en que haya oportunidades reales en esos territorios.

Eso tomará décadas, no años. Y mientras tanto, cualquier estrategia debe ser gradual, participativa y libre de fumigación, porque judicialmente hoy eso es casi imposible.”

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