Pico y Placa Medellín
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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com
Ella le dio en 15 años diez hijos. Enterró a tres. Mantuvo la casa en pie mientras lo acompañaba en la gloria y en las penurias. Fue madre, esposa, cómplice, cuidadora. Sin embargo, terminó convertida en la culpable de todo, mientras él emergía como víctima ante los ojos del mundo.
Él encontró a alguien más. Una actriz de apenas dieciocho años, la misma edad de una de sus hijas y para justificar lo injustificable, decidió contar su versión de la historia, aprovechando la fama de su nombre. Publicó una carta —“La Carta Violada”— en la que la acusaba de inestable, incompetente como madre y sobre todo, como mujer. Eran letras pensadas para manipular a la opinión pública. Funcionó. A él lo compadecieron, a ella la señalaron.
Dentro de la casa que habían compartido, él mandó a levantar un muro real, duro, palpable, para separarla de su vida, para dividir lo que fue un hogar. Uno que separa con ladrillos sus espacios. Ella quedó aislada en su parte, convertida en extraña en el lugar que había llenado de vida por años.
Un día, se puso el sombrero, tomó la mano de su hijo mayor -el único que quizo acompañarla- cerró la puerta y nunca regresó. Perdió casi todo. La mayoría de sus hijos, su hogar, y su lugar en la sociedad, al que había llegado de la mano de ese hombre que ahora la despreciaba. Aun así, eligió el silencio. Nunca habló mal de él en público, nunca devolvió el golpe con las mismas armas.
Ella volvió a ser Catherine Hogarth. En ese momento no se permitió sentirse propiedad de quien le pagó con su brutal desprecio, aunque debió portar su apellido hasta la muerte y soportar que así la llamaran. Catherine Dickens. Así se lee en su tumba. La de la mujer que fue borrada de una historia por el hombre que alcanzó la gloria creando historias: Charles Dickens.
La violencia del desprecio no se mide por golpes o gritos. Se siente en negaciones. En como transforman a una persona en un estorbo. En la construcción premeditada de muros de indiferencia y humillación, hasta hacerla invisible tras de ellos.
El desprecio está presente en hogares donde se ridiculiza lo que siente el otro, en parejas que eligen el sarcasmo en lugar de la empatía, en vínculos que se desgastan por indiferencia cotidiana. Es una violencia sin marcas de sangre, pero que destruye con la misma fuerza de un golpe mortal. Ese desprecio no solo duele, te despoja de dignidad. Y cuando la dignidad se quiebra, el amor ya no puede sostenerse, porque nada lo mata más rápido y nada lo sostiene mejor que el respeto desde las más básicas de sus formas.