Pico y Placa Medellín
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Por Aldo Civico - @acivico
Hace unos días, un ejecutivo me confesó en voz baja: “Me siento atrapado en mi propia libertad”. No lo dijo buscando llamar la atención, sino como un simple desahogo, como quien se quita la corbata tras un día agotador. Esa frase se quedó conmigo. Y es cierto, vivimos en una época en la que parece que todo es posible. Hoy puedes cambiar de empleo con un clic, probar una nueva dieta siguiendo un video de TikTok, inscribirte en un curso de meditación en línea mientras esperas el metro. Nunca ha habido tantas opciones y, sin embargo... la fatiga. Esa sensación de estar corriendo en círculos en un pasillo con demasiadas puertas iluminadas.
Byung-Chul Han lo expresó con claridad: ya no somos esclavos de un amo externo, sino de un ideal interno de rendimiento. Esa voz interna que nos susurra constantemente: “Rinde más, produce más, mejora más”. Al amanecer, la lista empieza: sé consciente, come saludablemente, pública, produce, sana tus heridas, encuentra tu propósito. Cada elección se convierte en un recordatorio de que podrías haber optado por otra cosa. Y en medio de tantas bifurcaciones, la ansiedad se convierte en nuestra compañera diaria. Zygmunt Bauman habló de la modernidad líquida, de cómo todo se desdibuja y nosotros con ello. Son conceptos, sí, pero lo cotidiano está presente: la alarma del celular, la bandeja de entrada desbordada, la presión de “ser auténtico”, como si la autenticidad fuera solo otra tarea en la lista. Yo mismo lo he experimentado. Hace años, una noche, acostado en una cama ajena, me quedé mirando un techo blanco. Nada extraordinario. Ninguna tormenta afuera. Pero dentro de mí surgió una grieta. No podía dejar de pensar que gran parte de lo que mostraba al mundo no reflejaba lo que realmente vivía. No era tristeza ni enfado. Era la incomodidad de llevar un traje que ya no me quedaba. Y comprendí que la libertad se había convertido en un disfraz más. Tal vez lo que nos agota no es la elección en sí, sino la confusión entre elección y ruido. Nos hemos convencido de que la libertad es esa sala repleta de posibilidades brillantes. Pero a veces —y lo he visto en mí y en otros— basta con detenerse, aunque resulte incómodo. Con dejar de empujar puertas y escuchar si alguna se abre sola, casi sin esfuerzo.
La alternativa al agotamiento no radica en reducir las opciones ni en añorar un mundo rígido. Se encuentra en modificar la forma en que navegamos entre ellas. En permitir que, de vez en cuando, la vida nos elija a nosotros. Una conversación inesperada. Una decisión que no se basa en un Excel. Una sensación corporal que dice “aquí es.” No es sencillo. No es rápido. Tampoco viene con garantías. Pero quizás ahí, en ese instante en que te atreves a soltar la exigencia de “ser todo”, comienza otra cosa. No un triunfo espectacular, sino algo más íntimo: la experiencia de que, al menos por un momento, ya no estás corriendo. Estás presente. Y esa quietud, aunque sea breve e imperfecta, ya es libertad.