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No tener fe es una señal de ignorancia

hace 5 horas
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Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu

En América Latina, la fe está profundamente enraizada en nuestra cultura. Aparece en las sobremesas, en los refranes, en las despedidas casuales y en los momentos de apuro. “Dios proveerá”, “Dios aprieta pero no ahorca”, “Dios sabe cómo hace sus cosas”. Son fórmulas dichas con la ligereza de quien comenta el clima, pero que esconden una profunda reflexión acerca del funcionamiento del mundo; una que desemboca en la confianza de que aquel, pese a todo, tiende a no desmoronarse.

Hasta hace unas pocas décadas, esa confianza no solo era un atributo generalizado de nuestra cultura, sino que también era parte integral del ethos de las élites. Es decir, era algo interpretado como virtuoso. Sin embargo, con la secularización de nuestras sociedades, la fe perdió prestigio social y, hoy, suele presentarse como un residuo del pensamiento mágico, una muleta emocional propia de quienes no tienen la fortuna de comprender los principios de la ciencia.

Hoy quiero tratar de argumentar que esa visión no podría estar más equivocada.

Quien cree que la mera existencia de la ciencia vuelve innecesaria la fe probablemente no entiende del todo cómo se produce el conocimiento científico. Yo he pasado toda mi vida adulta en universidades, y una de las cosas más difíciles de comunicar desde dentro es cuán hondamente humana es la ciencia como empresa. Ella encarna los atributos que más admiramos en el ser humano—la pasión, la curiosidad, la reflexividad—, pero también reproduce sus mayores defectos—la ambición, la envidia, la vanidad. En la práctica, la ciencia es una actividad intensamente competitiva, jerárquica, obsesionada con métricas de prestigio y, no pocas veces, indulgente con atajos intelectuales y prácticas inmorales.

Las consecuencias de esto están por doquier. La crisis de replicabilidad, el hackeo de valores p, la fascinación por métodos novedosos, y la inclinación por temas “sexies” más que relevantes no son anomalías; son síntomas de un sistema en el que la búsqueda de la verdad convive incómodamente con la lucha por prestigio.

Pero incluso si elimináramos las fuerzas detrás de estas dinámicas y llenáramos las universidades de ángeles bondadosos en lugar de académicos ambiciosos, seguiría existiendo un problema más profundo. El conocimiento científico es, por definición, provisional. Esa es quizá la única lección verdaderamente robusta de un siglo de reflexión epistemológica. Lo que hoy consideramos cierto será, con alta probabilidad, reevaluado mañana y juzgado insuficiente o directamente erróneo. No porque la ciencia fracase, sino porque así avanza.

E incluso suponiendo que la ciencia funcionara como muchos imaginan—como una maquinaria perfecta que produce verdades eternas y las inscribe en algún muro platónico—enfrentaríamos otro obstáculo más pedestre, la imposibilidad práctica de absorber ese conocimiento. Ningún individuo entiende más que una fracción diminuta de lo que la humanidad sabe. Vivir exige actuar constantemente en territorios donde la ciencia no nos ha llegado, no a tiempo, o no con suficiente claridad.

En conjunto, confiar en la ciencia, entonces, también implica un acto de fe. Se necesita confiar en que procesos que no entendemos del todo, ejecutados por personas que no conocemos, producirán conclusiones en las que podemos apoyarnos para vivir. Creemos que los experimentos fueron bien diseñados, que los datos fueron honestamente reportados y que los errores y sesgos fueron contenidos. Y, sobre todo, aceptamos que las conclusiones de aquello, aunque incompletas y transitorias, son suficientemente útiles para ayudarnos a navegar la vida.

Entonces, criticar a quienes expresan fe tradicional no es una muestra de sofisticación intelectual, sino de ingenuidad. Aceptar la fe, entendida de manera amplia, no exige adoptar una creencia religiosa específica ni abandonar el racionalismo. Requiere algo más modesto ideológicamente, pero más exigente analíticamente: un compromiso sostenido con la idea de que la volatilidad del mundo es acotada. Que, en promedio, hay más días normales que días catastróficos. Que el caos absoluto es la excepción, no la regla.

No existe otra manera plenamente racional de habitar, día tras día, un mundo estocástico como el que nos tocó. En mi canal de YouTube hablaré más sobre esto.

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