A veces, el destino escribe los finales con pluma de oro. A los 81 minutos del partido, cuando Colombia acariciaba la gloria y el reloj apretaba la garganta de Brasil, ingresó Marta. Camiseta verdeamarela, tranco sereno, mirada de veterana y alma de niña. Quizá era su última danza con la selección que la vio nacer futbolista y la convirtió en leyenda. Y si lo fue, no pudo tener una despedida más majestuosa: con dos golazos —el primero en el último suspiro del tiempo reglamentario—, le arrebató a Colombia el título que ya saboreaba y coronó una carrera que desafía cualquier adjetivo.
A sus 39 años, no desentonó. No vino a despedirse con melancolía ni a caminar el campo como quien se retira en silencio. Vino a escribir historia, otra vez. Su primer gol, el del empate, fue una daga afilada que silenció a miles de corazones tricolores, un disparo que se clavó no solo en la red, sino en la memoria de todos los que entienden que el fútbol también es poesía. Con ese tanto, Brasil forzó la definición y luego se llevó el título.
La historia de Marta comenzó lejos de los flashes. Nacida en Dois Riachos, un pequeño municipio de Alagoas, creció jugando con hombres en canchas de tierra, desafiando prejuicios y pateando balones contra el machismo. A los 14 años, fue llamada por un equipo femenino en Río de Janeiro. A los 16, ya vestía la camiseta de Brasil. Desde entonces, la verdeamarela fue su segunda piel, su estandarte.
Y vaya si dejó huella. Seis veces ganadora del premio FIFA a la Jugadora del Año —cinco de ellas consecutivas entre 2006 y 2010, y nuevamente en 2018—, Marta no solo brilló: dominó. Es la máxima goleadora de los mundiales, entre hombres y mujeres, con 17 goles. Y en 2018, rompió otro techo: se convirtió en la primera mujer en dejar sus huellas en el Paseo de la Fama del estadio Maracaná, ese templo donde descansan los pasos de Pelé, Ronaldo, Ronaldinho y Neymar. Y si este fue su último partido con Brasil, lo fue a la altura de su leyenda.