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Por Luis Diego Monsalve - @ldmonsalve
La historia no siempre avanza en línea recta. A veces concede segundas oportunidades. Otras, las niega para siempre. América Latina vuelve a recordarnos esta semana que las democracias tienen ventanas de corrección, pero que no duran eternamente. Chile acaba de atravesar una de esas ventanas. Venezuela la dejó pasar. Colombia está justo en medio de esa encrucijada.
La victoria de José Antonio Kast en la segunda vuelta presidencial chilena no debe leerse solo como el triunfo de un candidato o de un sector político. Es, sobre todo, una señal poderosa de que una sociedad democrática decidió corregir el rumbo por la vía institucional, luego de años de incertidumbre, polarización y experimentos ideológicos que pusieron en riesgo uno de los modelos económicos y democráticos más exitosos de la región.
Chile vivió protestas masivas, un proceso constitucional fallido y una profunda división social. Pudo haber seguido avanzando por un camino de radicalización, debilitamiento de la empresa privada y desconfianza frente a las reglas del mercado. Sin embargo, optó por otra cosa: por reafirmar la democracia liberal, la economía de mercado, la inversión privada y la estabilidad institucional como pilares de su desarrollo. Lo hizo en las urnas, sin rupturas, sin violencia y sin desconocer las reglas del juego. Eso, en América Latina, no es poca cosa.
El contraste con Venezuela es inevitable y doloroso. Allí también hubo elecciones. Allí también se creyó que los excesos se corregirían con el tiempo. Allí también se subestimó el riesgo de concentrar poder, de debilitar las instituciones, de atacar sistemáticamente al sector privado y de convertir al Estado en un instrumento ideológico.
Cuando la sociedad quiso reaccionar, ya era demasiado tarde. Hoy Venezuela vive bajo una dictadura de corte socialista que no respeta resultados electorales, persigue a la oposición y ha llevado a millones de ciudadanos al exilio. Sacar al país de ese abismo será una tarea larga y dolorosa.
La lección es clara: las democracias no mueren de un día para otro. Se erosionan lentamente, entre aplausos, discursos redentores y promesas incumplidas. Y cuando finalmente colapsan, recuperarlas por la vía democrática se vuelve casi imposible.
Colombia, hoy, todavía está a tiempo. Conserva elecciones libres, prensa independiente, sector privado activo y una institucionalidad que, aunque tensionada, sigue en pie. Pero también muestra señales preocupantes: deterioro grave de la seguridad, improvisación económica, confrontación permanente con la empresa privada, desinstitucionalización del Estado y una narrativa oficial que divide más de lo que une.
No se trata de volver al pasado ni de negar la necesidad de reformas. Se trata de entender que los cambios duraderos se hacen fortaleciendo la democracia, no debilitándola; promoviendo la economía de mercado, no atacándola; generando confianza, no sembrando incertidumbre. Chile acaba de demostrar que es posible rectificar a tiempo. Venezuela nos recuerda el costo de no hacerlo.
Las elecciones de 2026 en Colombia no serán una contienda más. Serán una decisión histórica. Definirán si seguimos un camino de corrección democrática y pragmática, o si persistimos en una deriva que puede cerrar, lentamente, nuestras propias ventanas de oportunidad.
La historia reciente de la región está ahí, a la vista de todos. Chile muestra que aún se puede enderezar el rumbo. Venezuela advierte lo que ocurre cuando se deja pasar el momento. Colombia todavía puede escoger. Pero el tiempo, como la historia, no espera indefinidamente.