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El Mail

Así crece. Así monta el puestico en la calle, así el local, así otra y otra sucursal, así la empresa. Han pasado varios años. Un día llega el representante de la compañía de seguros con los que va a firmar el contrato de los locales.

hace 14 horas
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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com

La joven desempleada se presento a una oferta de trabajo para limpiar los baños, los pisos y las mesas de uno de los bares más populares de la ciudad. En la entrevista, el administrador no tuvo ningún problema en aceptarle la hoja de vida que había comprado temprano en la papelería cercana a su casa, a un par de horas del sitio. La había llenado a mano, con el esfero de tinta verde que era el único en su bolso, y su esmero esperanzado, que era lo único que ella tenía.

Él le dice que cumple con los requisitos. Le hace una aclaración extensa sobre sus funciones durante, antes y después de la jornada, la cual siempre iba del atardecer a la madrugada. Debía llegar antes de la apertura al público y se iba cuando todo el sitio quedara limpio y organizado, lo cual era una ventaja -según le explicaba- porque así tendría medio día y que además, solo abrían de martes a domingo. Su salario sería el mínimo, por prestación de servicios, pero eso sí, no tendría comisión de propinas porque estaba establecido que fueran para meseros y bartenders. Ella dijo que le parecería perfecto.

El administrador le da prácticamente la bienvenida y le pide un correo electrónico para enviarle todo el contrato y las condiciones laborales. Le dijo que no lo veía en su hoja de vida. Ella le responde que es porque no tiene, que ni siquiera tiene computador y su teléfono es de los viejos que solo sirven para llamar. El hombre se lleva la mano a la barbilla, suspira, y le dice que eso es muy inusual. Que es como si prácticamente no existiera y que si no existe, pues no puede trabajar en ese bar.

Hubiera preferido que el personal de seguridad la sacara alzada para no tener que cargar con el peso de la humillación y de la frustración que sentía. Pero se fue, sintiéndose tan avergonzada que de haber podido, se hubiera tirado la puerta en la cara.

Camino al barrio toma la poca plata que le queda en el bolso y se mete a la plaza. Compra de memoria todo con lo que la abuela -que la había criado- le hacía esas arepas que le alegraban el día cuando la notaba triste y se va a hacerlas en casa. Se levanta temprano y calle arriba, calle abajo, ofreciéndolas a gritos las vende todas. Se gana el doble de lo que invirtió y de nuevo a la plaza.

Así crece. Así monta el puestico en la calle, así el local, así otra y otra sucursal, así la empresa. Han pasado varios años. Un día llega el representante de la compañía de seguros con los que va a firmar el contrato de los locales. Con todo acordado, él le dice que termina todas las pólizas y el papeleo y se los envía al correo electrónico. Ella le dice que no tiene correo, que ni siquiera tiene un computador en su casa y su celular, es una joya del pasado.

Al hombre le cuesta creerlo ¿Cómo pudo fundar una empresa tan grande y prestigiosa sin un correo electrónico, si así fue sin correo, dónde estaría con uno?

—Estaría limpiando baños, pisos y mesas en un bar— le responde.

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