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Sanar la herida del estigma

hace 8 horas
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  • Sanar la herida del estigma
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Por Aldo Civico - @acivico

Si uno escucha con atención la historia de Medellín, hay un susurro constante que atraviesa décadas, gobiernos, crisis y reinvenciones: el estigma. No grita. No aparece en las cifras oficiales. Pero está ahí, en la forma en que se nombra a ciertos barrios, en cómo se mira a ciertos cuerpos, en los silencios incómodos de las conversaciones que evitan el conflicto real. En Medellín, el estigma opera como un virus emocional que se camufla de sentido común. “Esa comuna es peligrosa.” “Ese pelado seguro está en malos pasos.” “Allá no se entra.”

Así empieza el bucle. Y Medellín lo ha vivido —una y otra vez— a lo largo de su historia. En los años ochenta, los barrios populares fueron estigmatizados como nidos del narco. En los noventa, como focos de la guerrilla o de las milicias. En los dos mil, como zonas rojas. Hoy, como territorios capturados por “combos”. Siempre una nueva etiqueta, pero la misma lógica: señalar, marginar, excluir.

La estigmatización —como bien saben las ciencias sociales— no es solo una percepción. Tiene consecuencias reales. Cuando se etiqueta un barrio o a una población como “amenaza”, se le recortan oportunidades. Se le niega el acceso pleno a las oportunidades. Y esa exclusión, sostenida en el tiempo, duele. Duele en el cuerpo, en la dignidad, en el horizonte. El joven que es requisado todos los días. La mujer que no consigue trabajo por la dirección de su cédula. El niño que crece escuchando que su barrio “es lo peor”.

Ese dolor se acumula. Y, como es natural, se transforma en resentimiento. Un resentimiento que, cuando no encuentra espacios de escucha, se vuelve rabia. Y esa rabia, en ciertos contextos, estalla en violencia. Ahí el bucle se cierra. Porque esa violencia, al irrumpir, reafirma el estigma original. “¿Ven que teníamos razón?” Y todo empieza de nuevo.

Es un ciclo perverso. No porque esté diseñado para serlo, sino porque ha sido normalizado. Medellín lo ha vivido durante décadas: una historia de exclusiones y revanchas, de etiquetas que justifican políticas de control. Y sin embargo, hay algo más profundo: la posibilidad de romper ese bucle. Pero no se rompe con más cámaras, ni con operativos espectaculares, ni con campañas vacías.

Se rompe con nuevas narrativas. Con presencia real. Con políticas que reparan. Con decisiones valientes que dejen de ver a los jóvenes de la periferia como amenaza, y los empiecen a reconocer como lo que son: parte indispensable del alma de la ciudad. Medellín no podrá transformarse si sigue reproduciendo el mismo guion emocional. Mientras haya barrios tratados como descartables, no habrá paz sostenible. Mientras no se reconozca el daño simbólico del estigma, no habrá verdadera inclusión.

Romper el bucle del estigma es quizás uno de los mayores desafíos que tenemos. Pero también una de las más grandes oportunidades: escribir una nueva historia donde nadie tenga que cargar con la culpa de haber nacido del lado equivocado del mapa. Medellín será libre cuando todos puedan caminar con dignidad, sin tener que demostrar que merecen ser tratados como seres humanos. Algo se ha venido haciendo. Se puede hacer mucho más.

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