El verde y el azul envuelven el espacio como si fueran la piel misma del lugar. Los terrarios, dispuestos en fila como vitrinas de un museo vivo, recrean selvas húmedas, ríos oscuros y desiertos áridos en miniatura. Dentro, un ajolote asoma apenas la cabeza, una rana se camufla entre hojas brillantes y una serpiente se escurre bajo un tronco. Frente al vidrio, la ficha técnica revela nombre científico y origen; y en algunos puntos, al costado, unos audífonos narran la historia de cada especie. Todo parece armónico y cuidado, pero esa belleza esconde un trasfondo tosco: la mayoría de estos animales son sobrevivientes del tráfico ilegal y hallaron en el Vivario del Parque Explora la única oportunidad de vida posible.
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El espacio reabrió sus puertas el 4 de septiembre tras una remodelación total. Durante meses, obreros, museógrafos y biólogos trabajaron al unísono para transformar lo que antes era un recinto modesto en un refugio monumental. “Tumbamos lo que había y lo duplicamos. Pasamos de un lugar pequeño a un escenario pensado para el bienestar animal”, contó a EL COLOMBIANO Mauricio Posada, director de Conservación del Parque Explora, que acompañó la obra desde los planos hasta el montaje final. Hoy, dieciséis recintos acogen sesenta y cinco individuos de veintiuna especies: boas, tortugas, ranas dardo, geckos, ajolotes y dragones barbudos. Algunas, como la pitón bola o la tortuga charapa, figuran en alguna de las nueve categorías de amenaza de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).
El director del Parque Explora, Andrés Roldán, lo expresó en la inauguración con una convicción serena: “Estos individuos son maestros. Nos educan y nos conectan con la fragilidad y la belleza de la biodiversidad”. Para él, el Vivario es más que un centro de conservación, “es un escenario donde las personas se reconocen en otras formas de vida -frágiles y singulares- que nos obligan a mirar distinto el país que habitamos”.
Arquitectura del bienestar y de la ciencia
Ahora bien, quien recorre el lugar descubre que no se trata de mostrar animales, sino de garantizar su vida digna, porque mientras algunos permanecen ocultos en troncos o cuevas; otros se dejan ver apenas un instante, y esa ausencia es también una lección: “el bienestar animal está por encima del espectáculo humano”. Por eso, cada recinto no se diseñó como una vitrina para la mirada del visitante, se diseñó como un ecosistema en miniatura que les permite expresar sus comportamientos naturales. Así, los geckos, originarios de regiones áridas, habitan un ambiente seco iluminado con rayos ultravioleta; las ranas respiran entre neblinas artificiales que evocan selvas tropicales; los ajolotes nadan en aguas enfriadas a dieciséis grados. O sea, cada uno de estos lugares es “un arca de Noé para especies que ya no existen en sus ambientes naturales”, explicó Posada.
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La construcción tomó ocho meses y medio, y fue, en palabras del propio director de Conservación, “una odisea en tiempo récord” ya que nada quedó al azar. La humedad debía ser exacta, la temperatura estable, la vegetación acorde a cada especie. Sin embargo, la obra no termina con el montaje, pues el cuidado cotidiano sostiene lo que la arquitectura apenas inaugura: detrás de la vitrina, doce personas velan a diario por los animales. Entre ellos está Héctor Peña, promotor de Bienestar Animal del Parque Explora desde hace ocho años, quien produce los insectos y roedores que forman parte de la dieta de reptiles y anfibios, aunque tal y como dice “cuidar no es solo alimentar, es interpretar su sentir. Vigilar qué lugares frecuentan, cómo reaccionan, si aceptan la comida o si sus excrementos revelan algún problema”.
Esa atención diaria le permite, por un lado, conocer la rutina de cada animal, y por el otro la biografía. Peña recuerda con detalle la historia de cada ejemplar. Habla de una boa constrictor de más de dos metros hallada dentro del motor de un carro en Belén. “Es dócil y estamos aprendiendo sus necesidades. Todo es un proceso de adaptación”, explicó. En otro terrario, ranas nacidas en el parque representan la segunda y tercera generación de ejemplares decomisados hace años. Algunas podrán reforzar poblaciones silvestres; otras permanecerán como embajadoras de lo que ocurre cuando se extrae fauna de su hábitat.
Y es que el Vivario es además un laboratorio vivo. Allí se desarrollan proyectos de reproducción de ranas, bancos genéticos y monitoreo de especies amenazadas. “Nos estamos convirtiendo en un backup de la naturaleza”, dijo el director del Parque Explora. Es decir, lo que parece un recinto de contemplación es, en realidad, un espacio donde la ciencia busca salvar poblaciones enteras.
Educación y responsabilidad ciudadana
Ese esfuerzo se enlaza con la Alianza Biofilia, una red nacional de universidades, centros de investigación y jardines botánicos. En Explora, se traduce en una exposición dentro del Vivario: fotografías, paisajes sonoros y textos que invitan a reflexionar sobre la interdependencia entre humanos y no humanos.
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La voz de las autoridades ambientales complementa esa mirada. Andrés Gómez Higuita, supervisor del Centro de Atención y Valoración de Fauna Silvestre, recordó que solo en el Valle de Aburrá se recuperan más de tres mil animales al año. “No todos pueden volver a la naturaleza. Algunos cumplen aquí un rol educativo y de sensibilización”, señaló. Asimismo insistió en denunciar la tenencia ilegal, un delito sancionado con multas y cárcel, y advirtió sobre el riesgo de liberar especies exóticas que desplazan a la fauna nativa. “Un animal en cautiverio no cumple su función en la biodiversidad. Estos espacios son vitales para recordar por qué no debemos tener fauna silvestre como mascota”.
El Vivario renovado es, en suma, una confluencia de ciencia, pedagogía y ética donde los latidos discretos de los sobrevivientes del comercio ilegal le dicen al mundo que la maldad no logró borrar su presencia.