Hacer parte del ciclo de la vida de un frailejón requiere tener dedos con yemas suaves y paciencia, mucha paciencia. Robinson Salazar no sabía eso hace ocho años. Nunca había pisado un páramo ni sabía que Colombia tiene más de 90 especies de frailejones. Tampoco tenía claro que esas plantas complejas y frágiles que guardan con sus vellos el agua que corre por todo el país podían nacer y crecer en un laboratorio, para luego volver a cumplir con su largo ciclo vital aferradas a la tierra originaria del páramo.
Le puede interesar: Video | Avistaron una cría de oso andino escalando y jugando en un frailejón en el Parque Natural Chingaza
Robinson Salazar es profesor en el colegio Loyola, una institución pública en el barrio Castilla, cuyos énfasis formativos son la ciencia, la investigación y la innovación. Su vida se cruzó con la de los frailejones hace ocho años. En esa época buscaba hacia dónde apuntar su investigación de doctorado, en la que pretendía trabajar la técnica in vitro. El primer descubrimiento que hizo fue que la investigación in vitro para fines de conservación era un campo poco explorado, pues la financiación para proyectos con esa técnica se la llevan casi siempre las que tienen aplicaciones médicas o comerciales. Pero Robinson encontró su lugar en el laboratorio de fisiología vegetal de la Universidad de Antioquia, bajo la guía de la doctora Aura Inés Urrea.
En la época en la que su proyecto de doctorado era un germen, recuerda, el país se sentaba todos los días a almorzar mientras veía en las noticias imágenes de miles de frailejones consumidos por las llamas, resistiendo de pie a la espera de la ayuda que no llegaba, sucumbiendo ante la destrucción del fuego que dejaba cientos de hectáreas antes de vivos verdes y amarillos convertidas en un paisaje negro-gris. Desolado.
Robinson buscó entonces ayuda del gran guardián de páramos que tiene Antioquia, el biólogo Fernando Alzate. De él obtuvo una lista larguísima de especies en riesgo y de esa redujo su búsqueda. Viajó para entrevistarse con los frailejones de los páramos de Belmira, del Sol (Urrao-Frontino) y Sonsón hasta que decidió que la Espeletia Occidentalis var. antioquensis, que crece en el Norte de Antioquia y que es una de las 55 especies de frailejones con algún grado de vulnerabilidad, era la ideal para desentrañar los secretos de la vida de estas plantas.
Los primeros datos y los alentadores resultados preliminares ya empezaban a acumularse a finales de 2019. Pero entonces llegó la pandemia y tuvo que empezar de cero.
Un atajo para hacer viable la vida
El viaje circular empieza entre junio y septiembre. La floración y fructificación ya han sucedido. Entre esos meses, la asterácea, esa flor amarilla atada al frailejón que en realidad son múltiples flores agrupadas y que buscan durante toda su vida el sol, agacha su cabeza y mira hacia la tierra a la espera de ofrendarle semillas. Justo cuando empieza a secarse es el momento de la recolección. Es un asunto de equilibrio. Si se toman muchas el frailejón se queda sin banco de semillas.
Robinson siempre pide permiso al páramo antes de iniciar este proceso. Cuenta que, entre bromas, algunos colegas le dicen que lo que le hace falta es pragmatismo; arrancar la flor sin miramientos ni rituales, dejar de consentir a los frailejones para mejorar sus tasas de supervivencia. Pero, más allá de lo espiritual, el doctor en biotecnología dice que lo hace como un reconocimiento al valor y a la complejidad de otras formas de vida, un recordatorio de que el ser humano no es el eje de nada en el planeta.
Una vez en el laboratorio y sin rastro de humedad natural, Robinson extrae los aquenios, un fruto minúsculo, seco y negrito que retienen la semilla. Es ahí donde las yemas suaves y la paciencia hacen su trabajo. Cada aquenio se abre al frotarlo entre dos dedos, y son miles, para poder descubrir cuántos traen semillas y así descartar los vacíos.
Lo que sigue es depositar esos aquenios abiertos con ese verdecito apenas perceptible entre algodones húmedos en cajas petri. En adelante la tarea es darles agua, agua y agua. Toda la que se tomen.
Lea también: Alerta por minería y turismo descontrolado en el páramo de Belmira, donde nace el agua que consume el Valle de Aburrá
La clave del proceso, explica el profesor Salazar, es que en el laboratorio todo está controlado: está libre de patógenos; tienen la temperatura (ideal entre los 21ºC y 22ºC), determinan qué tanta luz les ingresa; qué tantos nutrientes requieren después de analizar su fisiología y analizar sus reservas. La semilla tiene una hormona que se activa con el agua, pero no por ello significa que de allí saldrá una plántula. Para tener mayor certeza, Robinson le aplica un colorante que al entrar en contacto se tiñe de un rosado intenso. La viabilidad de esa vida, la actividad fisiológica del futuro frailejón, es color de rosa.
Cada paso va orientado a favorecer el crecimiento celular, estimular la germinación y reducir los tiempos. Los datos que arrojaron los experimentos del doctor Salazar muestran que con la técnica in vitro, desde que el material vegetal primigenio desciende del páramo hasta que vuelve convertido en frailejones, pueden pasar entre ocho y diez meses. En vivero, aún en las mejores condiciones y con todo a favor, no bajaría de año y medio. En condiciones naturales es un ciclo que tarda hasta dos años o más. Es un tiempo invaluable para acelerar la restauración masiva de ecosistemas paramunos.
Pero es también la muestra implacable de cómo funciona el embudo de la vida. De la gran cantidad de semillas que comienzan la carrera, Robinson tuvo lotes en las que solo el 12% se convirtieron en frailejones, aunque una vez se llega a la etapa de propagación y siembra en suelo paramuno la tasa de supervivencia puede superar el 70%. Pero más allá de cifras y probabilidades, lo que logró el proyecto del profesor Robinson fue darle a Belmira un objetivo concreto alrededor de su páramo.
“Sí, señor, yo soy Ernesto Pérez”
Después de la pandemia, Robinson comenzó una carrera contrarreloj para recuperar el tiempo perdido. Inició un frenético régimen de ascensos al páramo y días enteros de laboratorio. Se hizo notar. Ya fuera que olvidara la billetera en la taquilla de la terminal, implementos de laboratorio en un bus o equipamiento en la cabaña del páramo, todos sabían que eran del “profe que anda camellando con frailejones”.
El de Robinson con Belmira fue uno de esos vínculos que ocurren cuando todo está dado para que suceda. Una vez enterados de la investigación que adelantaba, el municipio se sumó con decisión. Le abrieron un espacio en el vivero municipal y detrás de esto vino un trabajo de divulgación y pedagogía que caló hondo. Las personas fueron llegando. Robinson armó unos talleres para compartir lo que había aprendido de la formación de frailejones. En la primera fila de entusiastas estuvieron desde el principio los jóvenes guías turísticos de Belmira que atravesaban por una encrucijada al vivir de un oficio que se estaba volviendo un motor de degradación del páramo. Aprendieron, entonces, a recolectar para la investigación, las etapas del proceso y cómo debían sembrar y propagar. Descubrieron el turismo regenerativo, que ya no solo busca ralentizar la degradación de los ecosistemas (la premisa del llamado turismo sostenible) sino que pretende que el objetivo mismo de la actividad turística sea recuperar los ecosistemas.
A medida que esa transferencia de conocimiento pasó de la investigación doctoral a la comunidad, aparecieron nuevos protagonistas, como don Luis, un campesino cuya tonalidad de ojos azules quisieran replicar los científicos que pasan décadas buscando nuevos matices del esquivo color azul para sintetizarlos.
Don Luis aprendió todo lo que se puede aprender de cultivos y plantas pegado como garrapata de su papá en los largos jornales. Anduvo entre frailejones desde niño, cuando nadie sabía para qué servía un frailejón y el páramo de Santa Inés era el comedero y cagadero de ganado. En los vaivenes para ganarse la vida se convirtió en jardinero y trabajando como viverista del pueblo absorbió como esponja todo lo que el profe Robinson tenía por enseñar. Don Luis se volvió los ojos y manos del biólogo. En el pedacito de vivero asignado a la investigación, ha tenido en sus manos más de 3.000 individuos, desde que son semillas en cajas petri, hasta que germinan y pasan a su pequeño rectángulo de tierra y luego cuando se convierten en vivarachas plántulas contenidas en bolsitas. Mucho de ese material vegetal llegó directo desde el páramo en colectas hechas por los guías y otras llegaron ya en un estado más viable desde el laboratorio donde trabaja Robinson.
Siga leyendo: Para los apasionados a la pesca: en Belmira celebrarán el Concurso Nacional de Pesca de Trucha Arcoiris
Don Luis aprendió cuánta luz requieren; cuánta agua; qué sustratos rechazan, como la cascarilla de arroz; cuáles les gusta, como la fibra de coco y, sobre todo, la sublime pero restringida tierra de capote. Hace maromas en un vivero más bien precario. Tiene un mantra que repite: “Si esto no se hace con amor y ganas, es mejor no hacer nada”. Cada plántula la siente como hija suya, sabe como nadie lo que implica un año de proceso para verlas de 20 centímetros aptas para ser llevadas al páramo. Por eso le gusta hablar con franqueza. Le ha dolido el alma cuando manos inescrupulosas y ajenas se han llevado del vivero las plántulas que vio crecer año y medio y sin saber con qué fin. También ha insistido en que el éxito radicará en que haya muchos ojos aprendiendo, pero pocas manos interviniendo.
Y es que, aunque emotivas y divulgativas, algunas jornadas masivas que han realizado de siembras y colectas han dejado cientos de semillas contaminadas y siembras al desgaire en zonas inadecuadas. Es un ensayo y error que Robinson reconoce que han logrado corregir con el tiempo.
Un día cualquiera, alguien cayó en cuenta de que don Luis, que siempre fue don Luis a secas, tenía nombre compuesto y apellidos. ¿Cuál era? “Luis Ernesto Pérez García, para servirle”.
La casualidad de compartir nombre con el simpático frailejón animado creado por Señal Colombia lo achantó al principio. Se le prendían los cachetes cuando le pedían cantar el pegajoso corito. Pero ahora mantiene lista la cédula como orgullosa evidencia de su nombre y bromea con las regalías que está esperando que le lleguen por haber prestado el nombre al tierno cuatro ojos que educa sobre los páramos.
Ahora la cruzada que tiene Ernesto Pérez es que lo escuchen en el pueblo para que opten por construir el vivero exclusivo para especies del páramo en otro lugar distante del vivero. Y es que después de que Robinson creara Save the frailejones, para divulgar la iniciativa de propagación y conservación en Belmira, dio con Cumbres Blancas, una ONG que trabaja en protección y restauración de ecosistemas de montaña, páramos y glaciares en varias partes del planeta. Atraídos por este proyecto, apostaron a construir un vivero como el que tienen en Sumapaz, dedicado exclusivamente a las especies que conforman los ecosistemas paramunos.
El municipio cedió un espacio contiguo al vivero donde se construiría este año, aunque don Ernesto Pérez insiste en que no es allí donde el proyecto encontrará la viabilidad técnica, y por eso espera que Belmira encuentre otro espacio más apto.
Turismo para regenerar
En el país no existe actualmente una iniciativa de propagación y conservación de frailejones in vitro. Existió en Boyacá hace unos años para intentar salvar la Espeletia paipana, actualmente en riesgo crítico y que apenas se halla en unos 7.000 metros cuadrados. Pero luego se enteró Robinson de que el líder del proyecto había fallecido y, con él, también la iniciativa.
Dubán Mazo Pulgarín y Carlos Andrés Pérez Tobón hacen parte de la primera generación de guías turísticos en Belmira con formación técnica y profesional. Tienen claro que el proyecto de frailejones in vitro les abrió una oportunidad para lograr los cambios que pretendían lograr en el turismo del municipio.
Después de pandemia, cuenta Dubán, Belmira tomó por fin algunas decisiones que estaba en mora de tomar. Con un decreto empezó a combatir problemáticas como turismo desbordado en sus ecosistemas sensibles y malas prácticas como contaminación, perturbaciones o daños de visitantes a esas zonas.
Luego vino la cualificación de la oferta. Cuenta Carlos, coordinador de la Oficina de Turismo, que hoy Belmira tiene 10 guías certificados, cinco agencias formalizadas y 19 guías empíricos, campesinos mayores de 40 años a quienes el Sena les certificó algunas competencias para que puedan ofrecer una guianza adecuada. También trabajaron en capacidad de carga, el gran coco de los destinos turísticos del país. Según Carlos, de tener 300 personas al día deambulando y alterando el páramo sin control ni propósito pasaron a fijar un estándar de 90 personas al día distribuidas en seis áreas.
La tercera etapa llegó con este proyecto de propagación y conservación. Agencias como Guías Belmira y Caminos para Motivar ofrecen en el recorrido al páramo la oportunidad de conocer de cerca cómo se colectan semillas, cómo se siembran esas plántulas que pasaron la prueba en el laboratorio y el vivero, cómo es el lento y bello y difícil proceso de un frailejón. Ahí se cierra el círculo. Para quienes no buscan tomarse fotos para presumir ni chulear un destino más, dicen Carlos y Dubán que esta acaba siendo una experiencia que de verdad transforma. Apunta Dubán que si antes solo el 40% de quienes ascendían al páramo tenían genuino interés en el ecosistema, en conocer sobre dónde estaban, ahora es casi el 85%.
En cuanto al profe Robinson, sabe que el curso natural es que el proyecto quede en manos principalmente de la comunidad. Ahora trabaja en acercar a sus estudiantes de bachillerato a la investigación en biotecnología. Entre las iniciativas que han planteado los estudiantes está el estudio de micorrizas en páramos, la simbiosis que forman hongos y raíces de plantas.
Y como ya le descubrió los secretos a la Espeletia Occidentalis dice que ahora solo le falta descubrir los de las otras 93 especies de frailejones del país para darles un empujón desde el laboratorio y ayudar a que los páramos recuperen su vitalidad perdida.