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Estados Unidos en busca del tiempo perdido

¿Podrá la Inteligencia Artificial revertir décadas de desindustrialización y devolverle a Estados Unidos su liderazgo fabril?

hace 1 hora
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  • Estados Unidos en busca del tiempo perdido

En medio de las grandes divisiones que afronta Estados Unidos, ha surgido un tema sobre el cual hay consenso bipartidista en Washington: la reindustrialización como política de Estado. Los políticos quieren que el país vuelva a reconocerse como una nación con capacidad manufacturera y tecnología de punta, de manera que han decidido apostarle duro a la Inteligencia Artificial.

Durante décadas, la economía estadounidense ha transitado una senda que la alejó de su histórico músculo industrial y manufacturero —cuando el país era sinónimo de la cadena de producción de Ford o de empresas de chips como Intel— para abrazar un modelo basado en servicios, finanzas y el mundo digital. Desde los años ochenta, Estados Unidos vivió un proceso que trasladó fábricas y líneas de producción a países como China o México, transformando en el camino vastas regiones industriales en paisajes de edificios vacíos y fábricas abandonadas.

El argumento para este viraje fue la eficiencia que permitía la globalización: la teoría de la ventaja comparativa justificó dejar la manufactura en manos de países con mano de obra más barata, mientras Estados Unidos se especializaba en actividades de mayor valor agregado. Este cambio trajo consigo grandes ganancias en productividad y menores costos para el consumidor, pero también tuvo efectos corrosivos sobre la fortaleza industrial estadounidense. Se perdieron empleos, se erosionaron comunidades enteras y la dependencia de cadenas globales —en especial en Asia— pasó a definir el funcionamiento de la economía. Así, mientras algunos sectores prosperaban en los corredores de Silicon Valley o Wall Street, otros entraban en un declive que acentuó desigualdades y tensiones sociales.

Uno de los síntomas más evidentes de esta pérdida ha sido el desvanecimiento del liderazgo estadounidense en industrias clave. La fabricación de paneles solares, por ejemplo, es hoy una actividad casi monopolizada por China, pese a que sus primeros desarrollos comerciales se remontan a laboratorios estadounidenses.

Buscando hacerle frente a esta realidad, han surgido varias aproximaciones. Para algunos, la respuesta pasa por políticas abiertamente proteccionistas. Para otros, por subsidios y una agresiva política industrial dirigida a ciertos sectores. Pero, en medio de ese debate, ha emergido un catalizador inesperado: la inteligencia artificial, no solo como producto digital, sino como motor que exige una infraestructura física robusta —chips, centros de datos, redes eléctricas— llamada a convertirse en punta de lanza de una nueva era industrial en suelo estadounidense.

El gobierno de Joe Biden, con el CHIPS Act, sentó las raíces para reconstruir la capacidad de producir semiconductores, lo que hoy podría considerarse el acero del siglo XXI: la base física del mundo digital. Gracias a esta política, empresas como Intel, TSMC y Samsung han anunciado megaproyectos para instalar o expandir fábricas en el país, revirtiendo en alguna medida la tendencia que había llevado a Estados Unidos a depender casi por completo del resto del mundo para este componente estratégico.

Sin embargo, lo que está ocurriendo en los últimos años es una aceleración exponencial de este fenómeno. El auge de la IA ha desencadenado una ola de inversión física en centros de datos, fábricas de chips e infraestructura energética. En lugares como Arizona, Ohio y Texas se construyen centros de datos multimillonarios que demandan tanto concreto y acero como ingenieros especializados en los últimos avances tecnológicos. Este frenesí de inversión, liderado por empresas como Nvidia, Google y Microsoft, está impulsando el crecimiento de la economía de Estados Unidos a través de la formación de capital en niveles con pocos precedentes en la historia del país. La primera economía del mundo ha encontrado así una causa común para intentar reposicionar su otrora poderío industrial.

Pero este renovado fervor por recuperar la capacidad industrial no está exento de tensiones. Los centros de datos requieren cantidades enormes de energía y despiertan resistencias sociales por su huella ambiental, algo no muy alejado de lo que se ve en Colombia cuando llegan grandes proyectos de energía o infraestructura.

Además, como se ha advertido recientemente, existe el riesgo de que esta enorme inversión se convierta en una “burbuja” alimentada por expectativas poco realistas sobre la IA, y que las inversiones que han jalonado el crecimiento reciente de la economía terminen por colapsar sin dar el retorno esperado, un escenario que recuerda cuando estalló la burbuja de las “puntocom” en los años noventa y que mataría, sin lugar a dudas, los sueños de reindustrializar el país.

También hay un debate sobre la eficacia del modelo que esa nación está adoptando. Apostar por fabricar los chips más avanzados en suelo estadounidense implica competir con ecosistemas asiáticos que llevan décadas de ventaja en capacidades, subsidios estatales generosos y mano de obra altamente especializada, lo que podría volver este ánimo de reindustrialización simplemente una ilusión costosa y transitoria.

Aun con todos los peros, sí parece que el país está viviendo, por primera vez en años, una causa que podría revivir su espíritu industrial. ¿Podrá entonces la IA revertir décadas de desindustrialización y devolverle a Estados Unidos su liderazgo fabril? La respuesta a ese interrogante no solo marcará su trayectoria económica: también podría reordenar las cadenas de valor que han definido la economía del siglo XXI y la balanza de poder con China, en uno de los procesos llamados a moldear la geopolítica de los años venideros.

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