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Por Juan Carlos Manrique - jcmanriq@gmail.com
En la conmemoración de los cincuenta años de la restauración de la monarquía parlamentaria en España, Felipe VI recordó que la democracia es una búsqueda leal del bien común. La lealtad como uno de los valores que catalizaron el paso de la dictadura Franco a la democracia.
Este recordatorio es muy relevante porque hoy la democracia se degrada de la forma más cobarde: no con golpes de Estado, sino con abuso del derecho. No se rompe la ley. Se la usa como coartada. Se invocan facultades excepcionales para gobernar lo que debería discutirse. Se ajustan reglas para dificultar la alternancia. Se colonizan controles para que parezcan control sin controlar. Se usa el poder para tener más poder. Todo “legal”, todo destructivo.
Kim Lane Scheppele lo describió con precisión: el “autocratic legalism” no elimina la legalidad, la instrumentaliza. El giro autoritario puede no verse al principio porque llega con decretos, reformas y tecnicismos. El punto no es que desaparezca el Estado de derecho; es que se reprograma para que deje de limitar al poder y empiece a servirle.
David Landau llamó a la misma familia de tácticas “abusive constitutionalism”: usar herramientas constitucionales para vaciar la democracia sin necesidad de tanques. Se mantienen elecciones, pero se desmontan límites. Se conserva la forma, se destruye el contenido. Nacen esas “dictaduras democráticas” donde el poder se legitima por el voto, pero se perpetúa por el atajo.
Aquí está la tesis incómoda: el abuso del derecho es, en realidad, abuso del poder.
Porque el derecho, en democracia, existe para lo contrario: para poner carriles, semáforos y límites. Cuando esas reglas se convierten en palancas para concentrar decisiones, reducir controles o neutralizar contradictores, el sistema conserva apariencia democrática mientras pierde sustancia. Esa es la forma más eficiente de romper una democracia: mantener las formas para que nadie grite “ruptura”, mientras se desmonta el equilibrio que la hacía democrática.
Freedom House, en su informe anual, advierte que la erosión de libertades ocurre dentro de democracias establecidas impulsada por gobernantes electos que socavan medios independientes, autoridades anticorrupción y tribunales. Ahí el “atajo legal” se vuelve virtud y el control institucional, estorbo. Lo formalmente “legal” termina siendo materialmente ilegítimo: el derecho deja de ser límite y se convierte en palanca de dominación. El juramento de respetar y cumplir las respectivas constituciones es atajo necesario para romperlas.
Si una democracia tolera que el derecho se use para escapar de la deliberación, imponer en lugar de acordar y convertir el control en un trámite tardío, ocurre lo de siempre con las degradaciones lentas: cuando la gente se da cuenta, ya es costumbre.
Claro: todo esto es la opinión de quienes creemos en las democracias liberales y en sus límites. Los que no, se frotan las manos: El Estado de derecho se invoca mientras se está en oposición; una vez se gobierna, “estorba”. Por eso el abuso del derecho es sangre para los vampiros. Alguna vez dijo Stalin que la democracia liberal no era un objetivo a perfeccionar, sino un obstáculo de clase a superar para que el poder representara a la clase correcta.