Cronos, Aión y Kairós: en la mitología griega, existían tres dioses del tiempo. Cronos representaba el tiempo lineal y cuantificable; Aión, el tiempo cíclico; y Kairós, el tiempo oportuno. Pero solemos regirnos únicamente por el primero, ese rey de los titanes que devora a sus hijos por miedo a perder el trono. Agendas, cronómetros, calendarios, fechas límite, “no me alcanzan las horas”, “no me da la vida”. El siglo XXI parece ser esclavo del tiempo y su carencia. Intentamos ganarlo, gestionarlo, invertirlo, nunca perderlo. Nos abruma cuando falta. Lo adoramos como a un dios que domina, mide y engulle todo a su paso. Un tiempo devorador al que hay que seguirle el ritmo para que no nos lleve por delante.
En una aceleración generalizada —que casi parece el nuevo zeitgeist (ese «espíritu de la época»)— hoy todo anda deprisa. Los estudios demuestran que hoy en día hablamos más rápido, y que caminamos y manejamos de forma cada vez más veloz. A pesar de ir a mil por hora, el tiempo escasea. Hacemos todo para optimizarlo y aun así el vórtice aprieta. A la postre, acaba pareciendo que la única salida es pisar más a fondo el acelerador. Pero, ¿y si fuera posible escapar del torbellino, aligerar el paso y pausar el tempo?
Culto a la velocidad
El doctor y profesor de psicología Larry Dossey llama “enfermedad del tiempo” a esa sensación de que el tiempo es un recurso escaso, de que nunca es suficiente. Se trata, básicamente, de una mentalidad que lleva a vivir siempre apremiado, buscando cumplir con el imperativo de rendir más, de que todo sea “útil”, sin un solo segundo que perder. Así, todo momento es susceptible de que se le saque “provecho”. Hay que encajar las tareas pendientes en estrechas cuadrículas de horarios y tablas de Excel. La agenda llena se ha vuelto fetiche. Es la dictadura del reloj pulsera.
En Elogio de la lentitud, Carl Honoré afirma que todos pertenecemos al mismo culto a la velocidad. “Nuestra obsesión por hacer más y más en cada vez menos tiempo ha llegado demasiado lejos. Se ha convertido en una adicción, una especie de idolatría”, afirma el periodista canadiense. “Aun cuando la velocidad empieza a perjudicarnos, invocamos el evangelio de la acción más rápida”. De hecho, intentando vivir a 24/7, al final acabamos asaltando el sueño. Estrés, insomnio, fatiga. Rezos y ofrendas al dios Cronos.
El escritor Robert Colville ha denominado este fenómeno como la «Gran Aceleración». Empujada por Silicon Valley, esta celeridad obsesivo-compulsiva afecta la vida social, financiera, amorosa, política e incluso el mundo natural y tiene consecuencias sobre nuestro cuerpo y nuestra mente. Además, en las sociedades suele darse un «efecto de arrastre» en el que si tú aceleras, yo acelero, ella acelera, todos aceleramos. Esclavizados por la prisa, da la sensación de que si uno no corre va a quedarse atrás (con lo que sea que “atrás” signifique).
Hemos desarrollado una relación claustrofóbica con el ritmo. En una suerte de neurosis de aprovechamiento del tiempo, hasta el tiempo libre ha quedado cooptado por las dinámicas del afán y la hiperproductividad: hay que leer cada vez más libros, ver más series, estar en todos los sitios de moda, viajar cada vez más lejos, estar siempre al día, no perderse nada, porque “no hay que dormir en dólares”, “hay que aprovechar”, dale, check, más rápido, “siguiente capítulo”, “omitir intro”. El sociólogo Harmut Rosa subraya que gran parte de las supuestas formas de “mejora” humana tienen que ver con volverse más rápido (de allí el éxito de las metanfetaminas).
Todo tipo de adagios populares llaman a la premura: “la vida son dos días”, “al que madruga, Dios le ayuda”, y el celebérrimo “el tiempo es oro” (que, de hecho, la frase se le atribuye a Benjamin Franklin, cuando dijo “time is money”, es decir, no solo es algo valioso, sino que además cuesta dinero). Socialmente, nos aferramos a esas metáforas y seguimos pisando fuerte el acelerador. Pero se nos olvidan otros dichos, como que “la prisa es mala consejera”, que “de las carreras no queda sino el cansancio” y que “no por mucho madrugar amanece más temprano”.
La lentitud como resistencia
En efecto, a pesar de que todo parezca ir a contramano (o precisamente por eso), es necesario apostar por la lentitud y la atención, pensarlas como una forma de resistencia. Una rebelión ante la vorágine del mundo acelerado que está creando enfermedades debido al estrés crónico y un aumento exponencial de los niveles de ansiedad y burnout. El ajetreo extremo acaba quemando el aparato y llevándonos a nosotros mismos —y a la Tierra— al límite.
Aunque a primera vista suene contraintuitivo, vivir a otro ritmo sí es posible. Existe la posibilidad de crear un tempo que haga espacio para el silencio, para el cuidado y para la pausa, incluso para la pereza —ese paréntesis de reflexión y descanso que el puritanismo ha vendido exitosamente como pecado—.
Porque lo cierto es que, como dice Milan Kundera en La lentitud, cuando las cosas suceden con tal rapidez, nadie puede estar seguro de nada en absoluto, ni siquiera de sí mismo. Esto se debe a que hay “un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido”. El escritor checo pone un ejemplo: cuando alguien camina por la calle y quiere recordar algo, mecánicamente afloja el paso, pero cuando quiere olvidar un incidente que le acaba de pasar, acelera sin darse cuenta, como si quisiera alejarse de lo que se encuentra demasiado cerca a él.
La rapidez aturde y borra el contexto, desdibuja los matices, lleva a la desmemoria. La velocidad como anestesia y como distracción. Se llega al punto de ir tan rápido, con tanta inercia, que no se llega a darse cuenta de que la vida está pasando por encima. Una huida colectiva hacia adelante. Pero, por usar las palabras de Honoré, vivir deprisa no es vivir: es sobrevivir.
No solo porque el modelo 24/7 va en contra de los ritmos de la naturaleza (en el día hay luz y hay noche) y del cuerpo (por mucho que haya gente que se resista, el ritmo circadiano existe: necesitamos dormir y descansar). Sino también porque la aceleración mina el pensamiento y los cuidados. El afán lleva fácilmente a sesgos y prejuicios. Para razonar hay que demorarse. Cuidarse a uno mismo y a los demás toma tiempo. Ya decía la filósofa francesa Simone Weil que la atención es amor. Porque atender —si pensamos en sus múltiples acepciones— es prestar atención, pero también es aguardar, cuidar, acoger, tener en consideración. Y para ello se requiere ir más despacio. Incluso hay quienes, como Byung-Chul Han, van más allá. Para el pensador coreano, la crisis temporal que vivimos no pasa solo por la aceleración, sino por la disincronía, que hace que el tiempo dé tumbos sin rumbo. Marcado por la fugacidad y por lo efímero, y también por la atomización de la vida, se vive actualmente en el “fin de la narración”: no hay nada que rija el tiempo. De cara a esta falta de compás, Han nos convoca a inclinarnos por la vita contemplativa.
Hambre de sentido
Y la vida contemplativa se trata de poner un alto al inmediatismo y a la hiperkinesia y simplemente darnos espacio para contemplar lo que nos rodea. Entregarse a otros ritmos, practicar el sosiego. A esto es a lo que llama la filosofía slow, que en los últimos años se ha expandido también a las ciudades (slow cities), a la comida (slow food), al turismo (slow tourism) y hasta la cultura pop se está haciendo eco: “el verdadero lujo es vivir sin prisa”, dice una canción de Karol G.
Porque si bien algunas de estas experiencias han comenzado a capitalizarse desde la industria wellness, lo cierto es que demuestran que cada vez tenemos más apetito por el sentido. Cada vez más personas están buscando pasar de la ‘vida microondas’ a un retorno a los rituales de la mesa, la conexión y la conversación profunda. Sacudirse ese tiempo fast food que no aporta ni nutre y llenarlo de sentido. Porque está claro que para el disfrute también se necesita tiempo. ¿O es que se puede disfrutar de afán?
Sin duda, existe la mala interpretación de que ser lento es ser torpe y que ser veloz es ser capaz. Pero es más fácil tropezarse cuando se corre que cuando se camina. Está claro que no todo el mundo puede frenar de repente. Pero es que ese no es el punto. Vivir más lento no significa dejar de desear cosas, dejar de esforzarse por cumplir las propias metas ni entregarse a la desidia, antes lo contrario. Significa ir al tempo giusto, esa bella expresión italiana que se refiere a que las piezas musicales deben tocarse a la velocidad correcta, con consistencia, sin aceleraciones o desaceleraciones innecesarias.
El “tiempo justo” —representado por el dios Kairós, del momento adecuado— es entender que desacelerar no es lo mismo que detenerse y que parar no es lo mismo que retroceder. No es ir más despacio solo por ir más despacio, sino respetar realmente los propios ritmos. “La naturaleza no se apresura y sin embargo, todo se cumple”, sostiene el taoísmo. Solo en la pausa y en los entretiempos es posible cuestionar la táctica, observar y darse cuenta de si es necesario modular la cadencia, incluso cambiar el rumbo.
En el modelo cronofágico actual, un ritmo frenético nos aprieta la muñeca con su desesperado reloj pulsera que mide y monitoriza cada instante. Creemos que estamos en búsqueda de la optimización y del placer, pero, el tiempo se nos escurre de las manos. “La mayoría busca el placer con tal apresuramiento que pasa de largo por su lado”, decía Søren Kierkegaard. Ahí radica la idea de ir (un poco) más lento: estar realmente presentes. Que la vida no nos pase de largo.
